
En homenaje a la mágica letra "Y",auténticamente griega
Era una tarde de lluvia. Tarde de cualquier lluvia, lluvia de cualquier tarde, ¡qué más da!, una tarde de árboles enfermos mojándose, inmóviles en la avenida. Una tarde de recuerdos de monedero, que se retuercen con los gritos insistentes del joven mulato, zambo tal vez. ¿Quién no es mezcla entre nosotros?
-Mamá, mamá, ¿me escuchas? ¡Mamaaaaaaaaaá!
Detrás del taconeo se pierde la insistencia que atormenta.
Sigo el camino de miles de tardes y miles de lluvias que trepan a los avisos, que destilan los techos, que recorren los troncos, que gotean desde las hojas.
Voy a entregar una madre sin poder gritar, ¿me escuchas?. La cita es a las cuatro, por eso apresuro el paso y se desvanecen los rostros, sueños de niños caritas sucias que trabajan en las aceras, que viven en las aceras. Niños maravillosos hechos hombres de calle, de aceras sucias, donde se sueña con albóndigas, buen pan, leche y dulces. Niños de noches con luz tenue. Sin niños que casi mueren bajo la lluvia de la tarde.
No hay tiempo que perder. Llevo lo último que queda de ella en un bolsillo. Cruzando aceras, volteando esquinas sucias llenas de coloridos tarantines, repletos de baratijas, burdas masificaciones de la moda hechas en plástico, para que las chicas del cerro puedan tener acceso a “los dictados de la moda”.
Pasando pisos falsos, de pequeños cristales opacos, que dejan adivinar el submundo de los depósitos y de luces extrañas, camino sobre “chicles” derretidos y vasos sucios tirados, envuelta la mirada en un smog espeso que se atrapa en la garganta, con su carrasposo y venenoso dulzor. Es tan desagradable lo que se siente después de haber caminado tres cuadras y darle paso a cincuenta nubes negras, atestadas de pasajeros que, cuando parecía terminar el recorrido, había olvidado que llevaba una vida en el bolsillo. Recuerdo de repente, entre sobresalto y sobresalto, que la entrega será al final de la cuadra siguiente, en una taquilla impecable, que dice en letras grandes y doradas, con fondo negro: Contado, y otra cercana, con las mismas letras: Crédito. Detrás de la ventanilla de vidrio, un hombre cualquiera mirará y no dirá nada, sólo contestará a mi preocupación con un “Sí, todo está bien, hay espacio para mañana.
Esta vez fue distinto, me ha dado la mano y ha dicho automáticamente: “lo siento”, como si lo dijese una computadora. Sabe y sé que no puede sentirlo, que es una simple fórmula.
Pero, sólo cuando nos mojamos sentimos la lluvia. La imperdonable lluvia que se cuela por las ropas, empapa la piel, se filtra hasta las vísceras y se deposita en los huesos. Hace sentir estremecer el hígado y los riñones. Nos hace Pensar que los sesos están a punto de convertirse en asado, siempre martillando, recordándonos que mañana terminará oficialmente la vida de alguien, aunque ella siga latiendo en un bolsillo, en un papel que entregas a un hombre en una taquilla de letras doradas que te mira sin mirarte y que finalmente dice: “Está bien, saldrá mañana en la edición para todo el país”. Entonces, caminas con el dolor de mañana, al abrir el periódico en la sección de los sueños. Mientras, vas mascullando internamente, muy despacio y en sepulcral silencio: “Pagué para decirle al país que ha muerto y encima le colocarán una cruz negra”. Es cuando recién piensas que puede admitirse, porque ya es oficial.
Leerás el nombre y sabrás si miras adelante o hacia atrás. Y no lo mirarás con los ojos en que ella se veía. Luego, vendrá la hora, ya no importará si te equivoqué la dirección o si alguien resultó mal escrito. Sólo habrá dos cosas: la arena mojada, espantosamente densa y tú frente al ataúd que se embarra con la misma tierra que tanto te reprochó.
-No juegues con arena que te ensucias…
Ahora, ves cómo se sumerge en ella y no puedes protestar. Regresarás al día siguiente y ya habrá salido el sol. Seguirás leyendo nombres, pero no le encontrarás nunca más. Las flores morirán también y todo continuará bajo un extraño mecanismo. Las brumosas mañanas de siempre nunca serán iguales, ya no se está seguro de no caer del autobús, todos los pasos resultarán en falso. No hay a quien acudir. Volverás a sonreír y sentirás una mueca, tal vez una amarga arruga.
Los carruseles dando vueltas a los recuerdos de los primeros, los segundos años, los recuerdos de nunca, de los cuentos nocturnos, de la mano en las noches de delirios, de la mecedora bamboleante y de la espera bajo la luz de la lámpara durante la adolescencia, de las promesas que hiciste ante sus lágrimas, una y mil veces, y que jamás cumpliste. Regresas en un segundo y ya no hay tiempo.
Hace años la mecedora se detuvo, no hubo más a quién esperar. Tú estabas lejos. Yo te sentía, te sabía, te veía estudiando y esperaba una llamada. Tuviste tu vida y yo fui dejando la mía, un poco en ti, otro en tu hermana, en los hijos de los hijos, en los sueños de cada uno. Y en los sueños me quedé dormida.
De tanto soñar desaparecieron las garzas sobre el charco verdoso. Fuiste buscando los viejos trinos de los pájaros y chocaste con enormes cruces de concreto. Puro y frío concreto que se hace gigante lleno de ojos, agujereado con mil sueños. Lleno de historias que se entrelazan de ventana a ventana. Historias que escupe la ciudad con olor a guisado, cerveza y muerte, porque en esta ciudad se muere todos los días, un poco hoy y otro mañana. Así se van muriendo los sueños, la razón, el amor. Y acabas por querer hundir el paraguas en medio del estanque putrefacto. Ya no llueve, pero no termina de salir el sol. Tal vez mañana ese sol a medias sirva para intentar de nuevo antes de llevar un retazo de muerte en un bolsillo.
En un papel escrito a doble espacio, caminé con ella en un bolsillo, para que otros puedan darme una palmadita en la espalda y decirme, muy cerca al oído, todos esos “lo siento”. Y pienso en este complicado mundo de vidas que se van y muertes que se quedan.
Ando contando la muerte… ¡Qué difícil me resulta! No sé si cuento o sólo deliro entre tantos y y y y. Me pierdo entre mis “íes”. Todo se vuelve incoherencias enlazadas con “y”.
La “y” se me aparece como una letra mágica. ¿Por qué no lo noté antes? Con ella se han unido los más grandes disparates de la historia… la bomba de Hiroshima –y- la paz del mundo en 1945. La guerra terminó por “una sabia decisión”. Y ahí estaba la “y”, retorcida para unos y complacida para otros, rompiendo el mundo y entrelazando a los que amaban. Pero, la muerte de Hiroshima nos acompaña sin ser culpables.
¡Qué diablos importan las defunciones!, si toda la ciudad es un cementerio. Desde entonces, el universo es un cementerio.
Me asaltan de nuevo los “y” que nos viven pegando la vida. Pedazos de ayer se fusionan con los de hoy, si saber muy bien cuando suena como “ye”, porque no estamos acostumbrados a dejarla sola.
“Y”, siempre llevando retazos de un lado a otro, ideas sueltas, dolores, explicaciones, justificaciones de todo y para todo, siempre a la mano para cuando se agotan las palabras. En este planeta, treinta millones de cosas, a miles de kilómetros de distancia entre sí, se anudan con una “y” colocada en su puesto, como un soldado convencido de un deber desconocido.
“Y” significa final. Así empezó nuestra historia, con un hombre que llora, con su bolsillo de la derecha lleno de nombre y muerte, cruzando la ciudad, una ciudad entre lágrimas, buscando un letrero dorado con fondo negro al final de la esquina siguiente. Mientras, la lluvia retrocedía entre las montañas, buscando algún refugio ancestral.
Comentarios