Estuve casada 13 años, si se quiere es un número razonable. Lo que nunca me pareció sensato es que, para lograr mi divorcio, demoré casi 16 años.
Esta historia comenzó cuando, por una debilidad, me encontré frente a un Jefe Civil diciéndome que “por la autoridad que le confería la Ley” me daba permiso para convivir con un hombre al comencé amando y terminé odiando.
Lo odié porque, simplemente, ninguno de los dos aprendimos a amar. Yo, apenas tenía 20 años y él… me mintió desde el comienzo. Me mostró una carta de identificación, donde señalaba que tenía 33 años. Lo más triste es que descubrí que era mentira 22 años después, cuando por esas casualidades de la vida, me encontré con una antigua amiga de la familia de mi ex…
-Por cierto, mañana cumple años
-Cierto, parece mentira que vaya a cumplir 63.
Escuché atónita. Me dio vergüenza reconocer que nunca supe qué edad tenía el hombre con el que viví trece años. No entiendo dónde estuve. Me sentí tan frustrada, pero algo dentro de mí me consoló diciéndome:
-Al menos ya sabes por qué lo dejaste.
No sé qué sintió por mí. ¿Amor?, jamás. Quien ama no miente de esa manera. Yo confié plenamente en él ¿Por qué él en mí no?. Eso, hace mucho tiempo que dejó de tener importancia. Lo que no comprendí jamás fue su empecinamiento en no divorciarse.
Tres veces intenté una separación legal y tres veces la invalidó. En una oportunidad intentamos una reconciliación, hasta vivimos juntos nuevamente, pero fue el peor infierno por el que haya tenido que pasar. Como de costumbre, mintió. No sé cómo pude creer tanto y tantas veces. Lo único bueno de todo esto fueron las historias que guardé. Hoy, mi tragedia es sólo una historia para contar.
LA PRIMERA CARTA
Cuando mi exesposo (qué bien me siento al escribirlo, ¡por fin!) introdujo una carta en el tribunal que conoció mi solicitud de divorcio, me pareció tan denigrante, pero logró su cometido. Con esa carta convenció al Juez, quien se negó a dictar sentencia. Me sentí, engañada, frustrada y rabiosa. Así escribí esta primera carta.
Sr. Juez.
En vista de que la única manera de disolver mi matrimonio es contarle las impertinencias de una vida que se desliza entre la discusión por la crema dental en las mañanas y la soledad de las noches, encerrada en mi propia convicción de que a mi marido y a mí simplemente se nos acabó el amor de los primeros años.
Quisiera comenzar desde la primera vez que nos vimos a través de las barras de una escalera de metal, por donde se colaba su mirada amplia, intensa, fija en el deseo de tomarme, despertando a los primeros azules de un cielo hermoso, sin sombras, pleno de brisas y de aromas a la espera del sol radiante.
Fue un amor de deseos, de libros y anécdotas, donde nos descubríamos más allá de sábanas de algodón. Pasamos meses compartiéndonos carreteras, estrellas robadas a las notas de prensa, a las prácticas de fotografía y a la vida de un pueblo severamente practicante de “la moral en calzoncillos”.
Y en nombre del buen nombre, de las normas y la paz social de una ciudad ofendida por nuestra supuesta vida licenciosa, producto de las fuerzas de Satán, simple excusa por haber tenido el valor de pasear a la luz del sol la verdad que los demás ocultaban en los rincones oscuros de las viejas casas, de los pasillos solitarios y de los hoteles de segunda extramuros, concurrimos una tarde ante un jefe civil accidental, una secretaria también accidental y unos testigos casi accidentales, para tener derecho a decir que nos amábamos y a compartir una cama sin que nadie pudiera escandalizarse.
Nos entregaron un documento de líneas verdes que, supuestamente, debía llevar colgado al cuello. Y pretendieron obligarme a cambiar mi identidad para pasar a ser propiedad de…
Tenía que renunciar a mi verdadera marca lingüística y sustituirla por una que habría tenido el honor de recibir y por la que tenía que estar eternamente agradecida. Y pasé a ser una mujer normal, porque tenía un marido legal.
Fueron todas estas apreciaciones que los otros nos fueron imponiendo las que comenzaron a deshilachar un amor que tanto nos había costado tejer. Intentamos construir un mundo para nosotros, pero el peso de las normas fue apoderándose de nuestros hombros.
La palabra “obligación”, ante lo que se debe y no se debe hacer, nos bloqueó lo que se quiere y no se quiere hacer.
Comenzamos discutiendo porque me harté de tanto tapar la crema dental, de recoger los vellos de la rasuradota cada mañana.
Descubrimos, una vez, que las sábanas no nos gustaban. El color de mi marido es el azul y, comprenderá usted, Sr. Juez, lo deprimente que resulta el llegar cansada, abrir la puerta de la habitación y encontrarse con una cama terriblemente vestida con sábanas azules. Pero, mi esposo no puede dormir sin ellas. “Recuerdos de mamá”, dice.
Terminaba, irremediablemente, con insomnio, soportando durante toda la noche vaya usted a saber cuántos tipos de ronquidos. Y me sentí culpable cuando quise asfixiarle. Me parecía tan injusto que él durmiese plácidamente, mientras yo apenas podía cerrar los ojos.
Sr. Juez, sé que, tal vez, estas menudencias no tengan valor ante un tribunal. ¡Qué estúpida e implacable es la ley!, una sábana azul que me tortura no es suficiente causal para demandar a mi marido por tantas noches en vela.
No puedo afirmar que me ha golpeado ni ofendido, pues sería grande mentira. No obstante, Sr. Juez, mi abogado recomienda acogerme a alguna de esas cláusulas que señala el Código Civil, aun cuando no sea una verdad para mí. Nuevamente pienso: ¿Por qué debo mentir? ¿Por qué mi ira ante la crema dental desbordada, la soledad, la falta de colaboración y comunicación de mi marido, no ha de ser suficiente?. ¿Por qué tengo que inventar golpes?, ¿acaso no es ya bastante maltrato la realidad de este mundo que nos ha enterrado en este asunto de la sábana azul?.
Los acuerdos se hicieron imposibles. Opté por conciliar la situación al menos con una sábana a rayas azules, por supuesto, pero con algún fondo blanco. No fue posible, la respuesta tajante de “así no puedo dormir” me pareció tan egoísta. Los reclamos de la sala de baño inundada hicieron explosión entonces, y los caminos empezaron a bloquearse.
A él le molesta mi cigarrillo y a mí sus innumerables periódicos viejos desperdigados por todas partes. Periódicos que, según mi marido, “contienen artículos muy importantes”, que jamás ha vuelto a mirar, pero son inbotables.
Las sábanas nos convirtieron en enemigos. El litigio por los colores desencadenó una verdadera batalla. Allí comenzamos a medir fuerzas. Nunca, ninguno de los dos admitió que le molestaba las sábanas de hotel y que, ambos, odiábamos los estampados de las “Ama de Casa”.
Empezaron a fallar los deberes de esposo y la pelea continuó por el repollo y la lechuga, luego la sal. Verá usted, Sr. Juez, él es hipertenso y yo tengo problemas de captación de yodo.
La década entera vivida bajo las sábanas se derrumbó. Disculpe usted, Sr. Juez, tal vez no tenga sentido tanta perorata, no obstante necesito plantearme todas estas cosas, y la única forma en que parecen tener sentido es confesarlas ante un intermediario como usted. De lo contrario, regresaríamos a los insultos bajo cualquier sol y color.
Es extraño, realmente extraño, el que necesite de un EXTRAÑO para arreglar mi vida. ¿Por qué tiene usted, Sr. Juez, que no me conoce, que jamás ha visto mi cara, mucho menos mis sueños ni mis desvelos, aparecer en mi escenario marcando pauta, indicándome lo que debo hacer?
Disuelve usted una década de mi existencia atada a las malditas sábanas azules o, de repente, considera que no hay causas suficientes por las que yo no pueda seguir soportando las espantosas sábanas, la taza sucia siempre olvidada junto al escritorio, la pared de la sala de baño llena de jabón, la afeitadora sucia, la alfombra de periódicos y libros bajo la cama, el desgano, la rutina, el descuido, la tremenda irresponsabilidad, la soledad, el silencio y, por supuesto, los “cuernos” inconfesables e incomprobables de mi cónyuge.
La existencia se rompe en llanto ¿sabe?. No, no lo sabe. Cada vez que boto la basura mis manos se ensucian con los desperdicios del otro y, luego, me aguarda la poceta. Para no vomitar intento leer algún poema mientras remuevo el cepillo dentro, allí donde mi marido ha desechado sus intimidades. ¿Es justo que sea por amor (o por idiotez) el que se descuide la máquina de escribir y se cambie la filosofía y la literatura por platos y ropa sucia?. A cambio, recibo un beso todas las noches, acompañado con un sutil reclamo por la camisa sin planchar.
Él jamás lava pantaletas, ¿Por qué debo cambiar yo la universidad por un par de interiores sucios?. Sé, Sr. Juez, que le habrá de parecer grotesca e incoherente la comparación, pero el precio de esas “noches de amor” aseguradas al final, salen a tan alto costo, que luego resulta difícil recuperarse totalmente alguna vez.
En cuanto a ese asunto de los sentimientos, es delicado, ¿cierto?, no me gustaría estar bajo su piel. ¿Cómo puede decidir cuando la gente se ama o no? ¿Cómo saber a quién dar la razón en pleito de dos que han sido como uno?, al menos en teoría.
Todo parece absurdo ahora, Sr. Juez, es como querer destruir de un golpe lo que costó tanto tiempo construir. Tal vez todo sea cuestión de cálculo. Por ello, concurro ante usted, para que calcule cuánto merezco por las tantas noches que pasé en vela, por culpa de las odiosas sábanas azules.
Esta historia comenzó cuando, por una debilidad, me encontré frente a un Jefe Civil diciéndome que “por la autoridad que le confería la Ley” me daba permiso para convivir con un hombre al comencé amando y terminé odiando.
Lo odié porque, simplemente, ninguno de los dos aprendimos a amar. Yo, apenas tenía 20 años y él… me mintió desde el comienzo. Me mostró una carta de identificación, donde señalaba que tenía 33 años. Lo más triste es que descubrí que era mentira 22 años después, cuando por esas casualidades de la vida, me encontré con una antigua amiga de la familia de mi ex…
-Por cierto, mañana cumple años
-Cierto, parece mentira que vaya a cumplir 63.
Escuché atónita. Me dio vergüenza reconocer que nunca supe qué edad tenía el hombre con el que viví trece años. No entiendo dónde estuve. Me sentí tan frustrada, pero algo dentro de mí me consoló diciéndome:
-Al menos ya sabes por qué lo dejaste.
No sé qué sintió por mí. ¿Amor?, jamás. Quien ama no miente de esa manera. Yo confié plenamente en él ¿Por qué él en mí no?. Eso, hace mucho tiempo que dejó de tener importancia. Lo que no comprendí jamás fue su empecinamiento en no divorciarse.
Tres veces intenté una separación legal y tres veces la invalidó. En una oportunidad intentamos una reconciliación, hasta vivimos juntos nuevamente, pero fue el peor infierno por el que haya tenido que pasar. Como de costumbre, mintió. No sé cómo pude creer tanto y tantas veces. Lo único bueno de todo esto fueron las historias que guardé. Hoy, mi tragedia es sólo una historia para contar.
LA PRIMERA CARTA
Cuando mi exesposo (qué bien me siento al escribirlo, ¡por fin!) introdujo una carta en el tribunal que conoció mi solicitud de divorcio, me pareció tan denigrante, pero logró su cometido. Con esa carta convenció al Juez, quien se negó a dictar sentencia. Me sentí, engañada, frustrada y rabiosa. Así escribí esta primera carta.
Sr. Juez.
En vista de que la única manera de disolver mi matrimonio es contarle las impertinencias de una vida que se desliza entre la discusión por la crema dental en las mañanas y la soledad de las noches, encerrada en mi propia convicción de que a mi marido y a mí simplemente se nos acabó el amor de los primeros años.
Quisiera comenzar desde la primera vez que nos vimos a través de las barras de una escalera de metal, por donde se colaba su mirada amplia, intensa, fija en el deseo de tomarme, despertando a los primeros azules de un cielo hermoso, sin sombras, pleno de brisas y de aromas a la espera del sol radiante.
Fue un amor de deseos, de libros y anécdotas, donde nos descubríamos más allá de sábanas de algodón. Pasamos meses compartiéndonos carreteras, estrellas robadas a las notas de prensa, a las prácticas de fotografía y a la vida de un pueblo severamente practicante de “la moral en calzoncillos”.
Y en nombre del buen nombre, de las normas y la paz social de una ciudad ofendida por nuestra supuesta vida licenciosa, producto de las fuerzas de Satán, simple excusa por haber tenido el valor de pasear a la luz del sol la verdad que los demás ocultaban en los rincones oscuros de las viejas casas, de los pasillos solitarios y de los hoteles de segunda extramuros, concurrimos una tarde ante un jefe civil accidental, una secretaria también accidental y unos testigos casi accidentales, para tener derecho a decir que nos amábamos y a compartir una cama sin que nadie pudiera escandalizarse.
Nos entregaron un documento de líneas verdes que, supuestamente, debía llevar colgado al cuello. Y pretendieron obligarme a cambiar mi identidad para pasar a ser propiedad de…
Tenía que renunciar a mi verdadera marca lingüística y sustituirla por una que habría tenido el honor de recibir y por la que tenía que estar eternamente agradecida. Y pasé a ser una mujer normal, porque tenía un marido legal.
Fueron todas estas apreciaciones que los otros nos fueron imponiendo las que comenzaron a deshilachar un amor que tanto nos había costado tejer. Intentamos construir un mundo para nosotros, pero el peso de las normas fue apoderándose de nuestros hombros.
La palabra “obligación”, ante lo que se debe y no se debe hacer, nos bloqueó lo que se quiere y no se quiere hacer.
Comenzamos discutiendo porque me harté de tanto tapar la crema dental, de recoger los vellos de la rasuradota cada mañana.
Descubrimos, una vez, que las sábanas no nos gustaban. El color de mi marido es el azul y, comprenderá usted, Sr. Juez, lo deprimente que resulta el llegar cansada, abrir la puerta de la habitación y encontrarse con una cama terriblemente vestida con sábanas azules. Pero, mi esposo no puede dormir sin ellas. “Recuerdos de mamá”, dice.
Terminaba, irremediablemente, con insomnio, soportando durante toda la noche vaya usted a saber cuántos tipos de ronquidos. Y me sentí culpable cuando quise asfixiarle. Me parecía tan injusto que él durmiese plácidamente, mientras yo apenas podía cerrar los ojos.
Sr. Juez, sé que, tal vez, estas menudencias no tengan valor ante un tribunal. ¡Qué estúpida e implacable es la ley!, una sábana azul que me tortura no es suficiente causal para demandar a mi marido por tantas noches en vela.
No puedo afirmar que me ha golpeado ni ofendido, pues sería grande mentira. No obstante, Sr. Juez, mi abogado recomienda acogerme a alguna de esas cláusulas que señala el Código Civil, aun cuando no sea una verdad para mí. Nuevamente pienso: ¿Por qué debo mentir? ¿Por qué mi ira ante la crema dental desbordada, la soledad, la falta de colaboración y comunicación de mi marido, no ha de ser suficiente?. ¿Por qué tengo que inventar golpes?, ¿acaso no es ya bastante maltrato la realidad de este mundo que nos ha enterrado en este asunto de la sábana azul?.
Los acuerdos se hicieron imposibles. Opté por conciliar la situación al menos con una sábana a rayas azules, por supuesto, pero con algún fondo blanco. No fue posible, la respuesta tajante de “así no puedo dormir” me pareció tan egoísta. Los reclamos de la sala de baño inundada hicieron explosión entonces, y los caminos empezaron a bloquearse.
A él le molesta mi cigarrillo y a mí sus innumerables periódicos viejos desperdigados por todas partes. Periódicos que, según mi marido, “contienen artículos muy importantes”, que jamás ha vuelto a mirar, pero son inbotables.
Las sábanas nos convirtieron en enemigos. El litigio por los colores desencadenó una verdadera batalla. Allí comenzamos a medir fuerzas. Nunca, ninguno de los dos admitió que le molestaba las sábanas de hotel y que, ambos, odiábamos los estampados de las “Ama de Casa”.
Empezaron a fallar los deberes de esposo y la pelea continuó por el repollo y la lechuga, luego la sal. Verá usted, Sr. Juez, él es hipertenso y yo tengo problemas de captación de yodo.
La década entera vivida bajo las sábanas se derrumbó. Disculpe usted, Sr. Juez, tal vez no tenga sentido tanta perorata, no obstante necesito plantearme todas estas cosas, y la única forma en que parecen tener sentido es confesarlas ante un intermediario como usted. De lo contrario, regresaríamos a los insultos bajo cualquier sol y color.
Es extraño, realmente extraño, el que necesite de un EXTRAÑO para arreglar mi vida. ¿Por qué tiene usted, Sr. Juez, que no me conoce, que jamás ha visto mi cara, mucho menos mis sueños ni mis desvelos, aparecer en mi escenario marcando pauta, indicándome lo que debo hacer?
Disuelve usted una década de mi existencia atada a las malditas sábanas azules o, de repente, considera que no hay causas suficientes por las que yo no pueda seguir soportando las espantosas sábanas, la taza sucia siempre olvidada junto al escritorio, la pared de la sala de baño llena de jabón, la afeitadora sucia, la alfombra de periódicos y libros bajo la cama, el desgano, la rutina, el descuido, la tremenda irresponsabilidad, la soledad, el silencio y, por supuesto, los “cuernos” inconfesables e incomprobables de mi cónyuge.
La existencia se rompe en llanto ¿sabe?. No, no lo sabe. Cada vez que boto la basura mis manos se ensucian con los desperdicios del otro y, luego, me aguarda la poceta. Para no vomitar intento leer algún poema mientras remuevo el cepillo dentro, allí donde mi marido ha desechado sus intimidades. ¿Es justo que sea por amor (o por idiotez) el que se descuide la máquina de escribir y se cambie la filosofía y la literatura por platos y ropa sucia?. A cambio, recibo un beso todas las noches, acompañado con un sutil reclamo por la camisa sin planchar.
Él jamás lava pantaletas, ¿Por qué debo cambiar yo la universidad por un par de interiores sucios?. Sé, Sr. Juez, que le habrá de parecer grotesca e incoherente la comparación, pero el precio de esas “noches de amor” aseguradas al final, salen a tan alto costo, que luego resulta difícil recuperarse totalmente alguna vez.
En cuanto a ese asunto de los sentimientos, es delicado, ¿cierto?, no me gustaría estar bajo su piel. ¿Cómo puede decidir cuando la gente se ama o no? ¿Cómo saber a quién dar la razón en pleito de dos que han sido como uno?, al menos en teoría.
Todo parece absurdo ahora, Sr. Juez, es como querer destruir de un golpe lo que costó tanto tiempo construir. Tal vez todo sea cuestión de cálculo. Por ello, concurro ante usted, para que calcule cuánto merezco por las tantas noches que pasé en vela, por culpa de las odiosas sábanas azules.
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